«La casa torcida», Agatha Christie

La casa torcida

"La casa torcida"

La casa torcida es una novela corta que avanza con ritmo reposado a través de una acción urdida en torno al asesinato de Arístides Leónides, un anciano millonario que vive en una “casa torcida”, rodeado de toda su familia.

La novela está narrada en primera persona por Carlos Hayward, joven diplomático enamorado de Sofía, nieta de Arístides, que se ve envuelto en la investigación con la anuencia de su propio padre, Arturo Hayward, comisario de Scotland Yard, y a petición de la propia Sofía, quien se niega a considerar cualquier proposición de matrimonio antes de que el crimen haya sido resuelto y despejada toda duda que pueda recaer sobre la familia.

Y precisamente este deseo de salvaguardar la reputación familiar es la razón que mueve a los miembros de la familia Leónides a desear en lo más profundo de sus corazones que los asesinos sean Brenda Leónides, segunda mujer del abuelo y 53 años más joven que él, y Laurencio Brawn, joven profesor que se ocupa de educar en la casa familiar a los nietos de Arístides: Eustaquio y Josefina. Sin embargo, en la conciencia de todos y cada uno de los integrantes de la familia reposa tanto la idea de que, en el fondo, ambos extraños son inocentes como la certeza, no demostrada pero hartamente sospechada, de que por las venas de aquel que ha asesinado a Arístides Leónides corre la sangre familiar.

La solución al misterio, como siempre ocurre en las novelas fraguadas por la aguda pluma de Agatha Christie, asombra grandemente no solo por la identidad del asesino, sino por el inesperado final que sólo surge en la mente del lector, como una evidencia tan elemental que parece increíble no haber pensado antes en ello, unas líneas antes de que sea desvelado por la propia novelista.

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Agatha Christie

Agatha Mary Clarissa Miller nació a finales del verano de 1890, el 15 de septiembre, en la ciudad costera de Torquay, condado de Devon, al sur de Inglaterra. Fue la menor de los tres hijos concebidos por el matrimonio de Frederick Alvah Miller y Clarissa Margaret Boehmer. Con tan sólo 11 años de vida, la infancia feliz que tuvo se verá frustrada por la muerte de su padre, que dejará a la familia en una situación económica bastante inestable.

La segunda década del siglo XX dará lugar a hechos que influirán notablemente en la vida de la futura escritora. Por una parte, durante la Primera Guerra Mundial, una jovencísima Agatha trabajará como enfermera en un hospital y en el dispensario de éste. Esta experiencia la convertirá en una experta en el uso de venenos diversos y le proporcionará la oportunidad de adquirir conocimientos, de los que obtendrá una ayuda inestimable posteriormente a la hora de componer gran parte de los asesinatos que se cometen en sus  novelas. Por otra, en el transcurso de la guerra conocerá también su primer matrimonio del que nacerá su única hija, Rosalind. Será en la Nochebuena de 1916 cuando se case con Archibald Christie, un coronel del Royal Flying Corps, de quien tomará el apellido que luego ella hará mundialmente famoso.

Si bien el primero de los hechos fue sumamente provechoso para la escritora, el segundo no dejará de traer a su vida numerosos momentos de amargura y sinsabores, pues su matrimonio con el aviador Archibald Christie será harto desgraciado y, de hecho, dará lugar a un extraño suceso en la vida de la novelista que, de tan insólito que es, puede equipararse sin ningún género de dudas a muchas de las situaciones que acaecen en gran parte de las novelas que escribió. Me refiero a su desaparición en 1926.

Ocurrió el 3 de diciembre de ese año, cuando la escritora saboreaba el éxito que gozaba su sexta novela, El asesinato de Roger Ackroyd,  y se extendió a lo largo de 11 días, durante los cuales el mundo entero ignoró el paradero de la ya famosa novelista. Al anochecer de aquel 3 de diciembre, Agatha Christie abandonó su casa de Style con un destino que nadie conocía, tal vez ni siquiera ella misma. Algunas horas después, se encontró su automóvil abandonado cerca de una cantera, en Guilford, con todas sus pertenencias en el interior. El hecho causó honda perplejidad, tanto a la policía como a la familia, y ocupó las portadas de numerosos periódicos durante aquellos días. La policía, acatando órdenes ineludibles del propio gobierno, investigó el caso que contó con la ayuda, incluso, del novelista Arthur Conan Doyle. Sin embargo, las pesquisas emprendidas no dieron fruto y los días fueron sucediéndose sin que se hallara el más mínimo rastro sobre el paradero de la famosísima escritora.

Hydropathic Hotel

Hydropathic Hotel

Finalmente, un enigmático anuncio publicado en The Times dio con la pista definitiva: “Amigos y parientes de Theresa Neele pónganse en contacto con ella en el Hydropathic Hotel, Arrogate”.  Después de 11 días desaparecida, un extraño recién llegado al hotel mencionado en el anuncio se acercó a la mujer conocida en aquel parador de lujo como Theresa Neele y que se dirigía justo en aquel momento al comedor para tomar la cena. El desconocido no era sino Archibald Christie y la dama que se escondía bajo el nombre de Theresa Neele, Agatha, su mujer. El asombro de los huéspedes, con quienes aquella extraña dama había compartido baños terapéuticos, partidas de cartas y fascinantes teorías sobre la desaparición de la escritora, puede imaginarse; como es también fácil de conjeturar el estupor con el que Archibald Christie leería el anuncio publicado en The Times con el nombre de su amante, Theresa Neele, pues tal fue el pseudónimo con el que Agatha Christie se registró en el hotel y que utilizó para publicar, ella misma, el anuncio.

Quizá porque no pudo o tal vez porque no quiso, pero el incidente jamás fue explicado por la novelista, que afirmó haber sufrido un ataque de amnesia debido a la reciente muerte de su madre y la confesión de infidelidad que le había hecho su marido. No hubo ulteriores explicaciones y lo único cierto de todo el suceso es que se llevó consigo a la tumba el secreto de aquella extraña desaparición.

Película Agatha

"Agatha"

Para intentar aclararlo se han expuesto diversas teorías: desde la amnesia provocada por el accidente hasta, hipótesis con un fondo ciertamente ladino, que la extraordinaria desaparición se debió simplemente a un montaje con el que aumentar las ventas de la novela que acababa de publicar, pasando por la sospecha de que la desaparición  no fue más que el plan urdido por la propia escritora, esposa engañada, para impedir la aventura que su marido pensaba tener aquel fin de semana con una de sus amantes. El hecho, en cualquier caso, fue sumamente famoso e incluso dio lugar años después a una película titulada Agatha en la que se trataba el caso.

En 1928 se divorció de Archibald Christie y trasladó su residencia a las Islas Canarias donde vivió dos años, al término de los cuales, durante un viaje a Bagdad en el Orient Express que le inspiraría una de sus más famosas novelas: Asesinato en el Orient Express, conoció al que sería su segundo marido, Max Mallowan, un arqueólogo 14 años más joven que ella y con el que contrajo matrimonio en 1930. “¿Quieres compartir el futuro con alguien cuya profesión consiste en desenterrar muertos?”, parece ser que fue la fórmula empleada por Mallowan para proponerle matrimonio. Agatha, que a la sazón contaba 40 años, no le anduvo a la zaga en ingenio y contestó: “Me encantan los cadáveres. Vivo de ellos”.  La diferencia de edad, sin embargo, no supuso ningún impedimento para que, esta vez sí, alcanzara la felicidad. Tal vez por ello pronunciara una frase que ha vencido al tiempo y llegado hasta nosotros: “Cásate con un arqueólogo. Cuanto más vieja te hagas, más encantadora te encontrará”.

En 1971 se le concedió el título de Dama del Imperio Británico. Y en 1976 murió, con 85 años, en Cholsey, donde fue enterrada.

Su obra:

Agatha Christie fue una escritora prolífica que publicó más de 80 obras, entre novelas, tanto de misterio como de amor (de su pluma vieron la luz 6 novelas románticas aparecidas bajo el pseudónimo de Mary Westmacott), obras de teatro (una de ellas, La Ratonera, tiene el récord de representaciones en Londres, pues ha estado en cartel más de 50 años, 30 de ellos en el teatro de Saint Martin’s) e incluso un libro de poemas.

Comenzó su andadura literaria cuando la Primera Guerra Mundial daba sus últimos estertores, momento en el que se produce la creación del celebérrimo Hércules Poirot, y continuó publicando aun después de su muerte, pues han sido varias las obras aparecidas de manera póstuma, incluida su autobiografía.

A pesar de sus incursiones en géneros diversos, destacó, como es de sobra conocido, en el campo de la novela detectivesca; entre otras cosas porque siempre supo dosificar la información para mantener el suspense, pero sin engañar nunca al lector, de manera que éste siempre dispusiera de los datos necesarios con los que resolver por él mismo la trama. A su entender, “la mejor receta para la novela policíaca” consistía en que “el detective no debe saber nunca más que el lector”.

Ha vendido más de cuatrocientos millones de libros y es la autora de novelas que ha sido traducida a más idiomas. Numerosas son también las películas, tanto para el cine como para la televisión, que se han realizado de sus obras. Y ha sido la creadora de personajes inmortales, como Hércules Poirot y Miss Marple.

Páginas que han servido de documentación para escribir este texto:

•    http://es.wikipedia.org/wiki/Agatha_Christie
•    http://www.labsk.net/clubmartes/archives/64
•   http://www.elmundo.es/papel/2006/10/16/cultura/2037732.html
•    http://agathachristie1.blogspot.com/

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Yo no…

–Toc, toc, toc…
–¡Calla y duerme! –se oye la voz agria del que me guarda al otro lado de la puerta–, si es que tienes ánimo para ello.
Procuro golpear con más suavidad las recias piedras con que construyeron la pared, de manera que pueda acabar mi obra antes de que se abra la puerta, pero, por más que lo intento, el sonido traspasa la madera y se deja oír al otro lado.
–¡Calla y duerme, te digo! –repite.
Y yo tomo del suelo la chaqueta que he tenido que quitarme por el calor que me daba a causa del esfuerzo, y envolver en ella la pata que he arrancado del lecho a fin de utilizarla como cincel. Yo no…, van apareciendo grabadas sobre la piedra las letras.Es curiosa la tendencia que tiene el ser humano a tergiversar los hechos según su interés, necesidad o, ¡qué triste!, por simple morbosidad. En el caso que voy a narrarles, sé que este último es, en realidad, el motivo que explica la furibunda indignación que muchos de mis convecinos mostraron por los sucesos acaecidos en el seno de mi familia a raíz de la turbadora muerte de mi padre. Indignación que, líbreme Dios de encrespados apasionamientos y otórgueme el don de la mansa ecuanimidad, pondero en su justa medida, pues los hechos que la originaron sobrecogen el alma que anima a todo ser bien nacido y la horripilan.

No obstante, una vez admitida mi benevolente disposición a transigir con ella, me veo obligado a evidenciar, asimismo, la indiscutible realidad de que su patente irritación me ha molestado hasta hacerme rozar la ira y ha sido causa de un sufrimiento que aún no he sabido cómo soslayar. Sin embargo, no puedo dejar de comprenderlos: están enfermos y por ello los disculpo. Sufren de una extraña dolencia o perturbación del espíritu que les mueve a sentirse atraídos por el dolor ajeno y a mostrar esa repugnante inclinación que tiende a meter el dedo en la llaga y hurgar hasta arrancar trozos de carne que después se llevan prendidos en las uñas. Su cólera me ha perseguido duramente y ha provocado en mi existencia una especie de grieta que, al fin, no me ha hecho más que bien, pues ha separado mi carne del espíritu y ahora puedo, sin temor a equivocarme, aseverar que no andaba errado cuando acepté la vida como vino y la tomé tal y como quiso servirse en mi plato.

Mi padre murió en atroces circunstancias una noche de invierno en que tan sólo el ama de llaves y yo mismo, además de él, nos encontrábamos en casa. Su cadáver apareció desnudo sobre la alfombra de la biblioteca y mutilado de forma extraña: la nariz y las orejas habían sido brutalmente arrancadas y los ojos extraídos de las cuencas y arrojados, junto con los otros apéndices, a unos metros de su cuerpo. Las yemas de los dedos habían sido machacadas con algún tipo de objeto contundente y sus partes pudendas aparecían cubiertas con un negro paño, bajo el cual una soga ahorcaba los genitales, clavándose sádicamente en la piel. La declaración del forense que le había estudiado aterraba: se trataba de un claro caso de tortura, pues todas las mutilaciones habían sido realizadas ante mortem, lo cual exaltó aun más los ánimos de la muchedumbre que, sabedora de que mi padre había soportado todo aquel sufrimiento cuando todavía estaba vivo, se aventuró a expresar, sin pudor alguno, jugosos comentarios bien en la dirección piadosa; bien en aquella otra por la que transcurren las disposiciones que prescribe la ley del talión.

No me revolví contra estos últimos, sin embargo. ¿Cómo podría haberlo hecho? Por el contrario, tras el descubrimiento de su cadáver, hube de sufrir, no sólo en su entierro y funeral, sino en mi propia casa, cuando las miradas curiosas asomaban por la puerta en pos de esa última noticia que agravara los hechos con alguna nueva pizca de degeneración, las gruesas palabras con que los vecinos se daban en adornar los comentarios que vertían contra el autor de mis días. Palabras a las cuales no pude más que ofrecer un amargo trágala, pues se hallaban cargadas de razón. Mi padre fue un sinvergüenza que mató a mi madre de pura tristeza, después de haberle sido infiel hasta la ofensa, al permitirse la desfachatez de llevar a sus amantes hasta el mismísimo tálamo del dormitorio conyugal del cual, aquella que me había dado la vida, había sido expulsada sin ningún tipo de miramientos. La servidumbre al completo, a excepción de mi aya, que por amor a mi madre y a mí mismo permaneció junto a nosotros, encargándose desde entonces del cuidado de la casa y tomando para sí las tareas de ama de llaves, había huido horrorizada por los desmanes de mi padre y las tropelías que tanto sufrimiento causaron tanto a mi madre como a mí mismo desde el mismo instante en que tuve el uso de razón suficiente para comprenderlas.

No es, pues, causa de indignidad para la naturaleza humana ni deshonra la memoria que un hijo ha de guardar a su padre, reconocer la mucha razón que asistía los comentarios de mis vecinos y disculparlos, a pesar de que fueran sus argumentaciones tan pueriles e ingenuas como para mover a la risa y tan sumamente endebles como para ser barridas con un simple soplo de talento y habilidad.

La tesis a la que con más recurrencia acudieron fue Dios. Lo utilizaron como explicación al fin horrible con que mi padre había terminado sus días en esta vida. Oí hablar de la justicia divina, y de lo muy cabal que había sido, al fin, aquella terrible muerte, una suerte de expiación de sus pecados, según razonaron, que el pérfido autor de mis días se había ganado a pulso tras tantos y tantos desmanes cometidos, y tan largos años de abuso y despiadado atropello a su familia. ¡Pobres ingenuos!, como si Dios fuera capaz de tan cruel animosidad contra una de sus criaturas, por muy negros que fueran sus pecados, sin contar con que sólo un alma perdida, como la de mi padre, podía procurar, en un último atisbo de humanidad y arrepentimiento, una muerte tan horrible a un ser humano.
–Pidió que se la cortaran.
–¿Cómo? –el fiscal no dudo en interrumpir a mi pobre aya que, temblando sobre el estrado, prestaba declaración en el juicio.
–Digo que pidió que se la cortaran.
–¿Eso fue lo que escuchó?
–Sí, señor
–Diga exactamente las palabras que escuchó.
Y mi aya, fija la mirada en el suelo y derramando abundantes lágrimas, explicó el brutal suplicio del que había sido testigo al otro lado de la puerta:
La nariz –gritó-, córtala de un tajo con la navaja. Y las orejas. Haz lo mismo con ellas. Ahora, arranca los ojos de cuajo y arrójalo todo lejos de mí, que no pueda ya oler, oír ni ver aquello que ha de conducirme al infierno.
Un murmullo de asombro recorrió la sala e incluso el juez no pudo ocultar la desazón que le embargaba el escuchar la declaración de mi aya.
–Prosiga –le pidió el fiscal tras ofrecerle un vaso de agua.
Machaca ahora mis dedos –dijo el señor–, de forma que nunca más pueda sentir el sedoso tacto con que la piel de las mujeres me ha conducido a la perdición, y ata fuertemente mis genitales con cuerda, ahógalos en un abrazo mortal.
La pobre anciana se detuvo un instante, tomó aire y posó sobre el fiscal una mirada desfallecida, como exhortándolo a que le diera permiso para abandonar aquellos recuerdos que dañaban su memoria. Pero no hubo piedad:
–Debo pedirle que continúe. Si se encuentra mal, tal vez podamos tomarnos unos minutos de descanso, pero debe llegar hasta el final.
Ella…, pobre aya mía, desgraciada mujer que hubo de sufrir este tormento, suspiró y continuó:
Y ahora… –dijo mi malhadado señor–, y ahora pon fin a mis días y mándame al infierno.

Y luego, como si toda aquella sangre y dolor, frutos del tormento que hube de pasar, no hubieran sido suficientes, vinieron a por mí y la vida continuó su obra destructora en mi persona. He tenido que sufrir el juicio público, donde he sentido, como afiladas saetas clavadas en mi alma, su desprecio, su odio y toda la inquina que han sido capaces de verter sobre mí, un monstruo, dicen, que lleva en los genes el impío sadismo que le donó el deforme espíritu que le dio la vida. De nada han servido mis explicaciones ni las súplicas de mi aya, que bajó del estrado sollozando una triste letanía: No, no…, no quería. Le obligaron. Él no, señor juez, él no…, él no quería…

Ni ellos han querido escucharnos y por ello grabo en estas piedras de la celda que me cobija, aposento último que ha de guardarme hasta el amanecer en que me espera la horca, la verdad que todo lo explica: Yo no… asesiné a mi padre. Él me pidió que lo matara.

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Michael Innes

Michael Innes

Michael Innes

Michael Innes, pseudónimo tras el cual se arrebozaba John Innes Mackintosh Stewart, nació en Edimburgo, en 1906. Estudio Literatura inglesa en el Oriel College de Oxford y psicoanálisis en Viena. En 1932 contrajo matrimonio con Margaret Hardwick, con quien tuvo tres hijos y dos hijas. Entre 1930 y 1935 fue lector de inglés en la Universidad de Leeds, tras lo cual se trasladó, en 1936, a Adelaida, donde continuó su carrera docente. Sin embargo, este viaje a Australia resultará providencial en la vida de Michael Innes y, por supuesto, en la de todos aquellos ávidos lectores que han seguido las aventuras detectivescas de su fascinante personaje, John Appleby, pues es durante la travesía hacia el continente australiano cuando escribe su primera novela, Muerte en la rectoría.

En 1945 volvió a Gran Bretaña y, tras algunos años en Belfast, en 1940 se estableció definitivamente en Oxford, en una de cuyas facultades, el Christ Church College, impartió clases hasta su jubilación. En 1954 publicará su primera novela firmada con su propio nombre, Mark Lambert’s Supper. No obstante, aunque su producción literaria es abundante en lo que se refiere a novela, no se limitó a ella, pues incluye también notables trabajos y estudios críticos sobre diversos autores.

En casi todas sus historias detectivescas, el protagonista está encarnado por el inspector John Appleby, un hombre culto y reflexivo que no limita su labor como policía a los usos detectivescos propios de ésta, tales como la simple búsqueda de huellas dactilares y otros métodos parecidos, sino que utiliza con frecuencia el sencillo procedimiento de la reflexión y, por otra parte, abunda en los interrogatorios, los cuales suelen ofrecer a Innes la oportunidad para lucir sus notables habilidades narrativas.

Es obvio que Innes disfruta escribiendo, sólo así puede explicarse el despliegue de recursos lingüísticos y narrativos que hace en sus novelas, pero ya lo dice él mismo cuando responde a la pregunta sobre el porqué de esta afición a escribir historias detectivescas: » Un esfuerzo por compensar con unas pocas horas de distracción muchas horas de aburrimiento».  Es obvio, también, que Innes fue un hombre cultísimo, pues sólo de esta manera puede entenderse el despliegue de información humanística con que decora sus historias.

Es un placer leerlo y ello por dos razones: porque sus asesinatos suponen un reto para la inteligencia y porque ir desgranando con la lectura la fantástica forma de escribir de Innes produce un deleite raramente hallado en otros autores de novela policíaca.

Me permito traer desde el blog Mis detectives favoritos  la bibliografía de Michael Innes:

Libros del inspector Appleby

1. Muerte en la rectoría / Los otros y el rector (Death At the President’s. Lodging / Seven Suspects, 1936)
2. ¡Hamlet, Venganza! (Hamlet, Revenge!, 1937)
3. La torre y la muerte (Lament for a Maker, 1938)
4. Stop Press / The Spider Strikes (1939)
5. The Secret Vanguard (1940)
6. Tras la niebla y la nieve (There Came Both Mist and Snow / A Comedy of Terrors, 1940)
7. Appleby On Ararat, 1941
8. The Daffodil Affair, 1942
9. El peso de la prueba (The Weight of the Evidence, 1943)
10. El misterio de las estatuas (Appleby’s End, 1945)
11. A Night of Errors, 1947
12. Operation Pax / The Paper Thunderbolt, 1951
13. A Private View / One-Man Show / Murder Is an Art, 1952
14. Appleby Talking / Dead Man’s Shoes, 1954 – relatos
15. Appleby Talks Again, 1956 – relatos
16. Appleby Plays Chicken / Death On a Quiet Day, 1957
17. The Long Farewell, 1958
18. Hare Sitting Up, 1959
19. Silence Observed, 1961
20. A Connoisseur’s Case / The Crabtree Affair, 1962
21. Appleby Intervenes, 1965 – relatos
22. The Bloody Wood, 1966
23. Appleby At Allington / Death By Water, 1968
24. A Family Affair / Picture of Guilt, 1969
25. Death At the Chase, 1970
26. An Awkward Lie, 1971
27. The Open House, 1972
28. Appleby’s Answer, 1973
29. Appleby’s Other Story, 1974
30. The Appleby File, 1975 – relatos
31. The Gay Phoenix, 1976
32. The Ampersand Papers, 1978
33. Sheiks and Adders, 1982
34. Appleby and Honeybath, 1983
35. Carson’s Conspiracy, 1984
36. Appleby and the Ospreys, 1986
37. Appleby Talks About Crime, 2010 – relatos

Serie de TV

• 2 episodios de la serie Detective. BBC. Reino Unido. A Connoisseur’s Case, 1964. Director: Prudence Fitzgerald. Intérprete: Dennis Price (Appleby); Lesson in Anatomy, 1968. Director: David Saire. Intérprete: Ian Ogilvy (Appleby)

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Tal vez

Aún soy, en breve conoceréis la razón de que me exprese así, Abel Bourke, un hombre de edad provecta, según dicen aquellos que, a falta de arrestos suficientes para llamarme viejo, esgrimen el arte de la perífrasis sin respeto alguno a mi inteligencia. Estoy hecho a los usos antiguos y soy, pues, renuente por completo a cualquier cambio en mi existencia que altere un solo átomo en el rutinario correr de mis días. ¿Aunque quién soy yo para dictar los designios del Señor? Sea, pues, lo que Él quiera.

Intentaré ser sobrio en mi relato, de manera que no se vean afectados por él los ánimos frágiles y, sobre todo, conciso, pues he de conseguir narrarlo antes de que la disipación me alcance por completo y se evaporen las ideas conmigo. Pero permítaseme comenzarlo con una duda, pues ¿qué sería el hombre sin la incertidumbre que lo conduce por los tortuosos caminos de la vida? Sin ella, el propio Hamlet habría sido condenado a la inexistencia. De manera que, con la venia del lector, inicio mi lamento con un quizá:

Tal vez si no me hubiera decidido, precisamente entonces, a arreglar el jardín… Tal vez si la borrasca que se anunciaba no hubiera saturado la atmósfera de aquella humedad previa a modo de aviso… Tal vez si, aconsejado por un espíritu previsor, hubiera calzado las botas de agua… Tal vez…, sí, pero chi lo sa?

Cuando me senté en el sillón de la biblioteca, después de haber entretenido la tarde en desherbar los arriates y podar algunas ramas molestas del chopo que, los días ventosos, golpeaban en la cristalera del porche, sonreí satisfecho por la ardua tarea que me había quitado de encima. Desplegué animosamente el periódico y me dispuse a deleitarme con la transcripción de las peroratas, vertidas desde los escaños del Parlamento, con que estos jovenzuelos de hoy en día se gozan en aliviar los tormentos de nuestra madurez. ¡Ay, juventud divina, qué boba e ingenua eres por lo común!

Apenas habían transcurrido unos minutos, sin embargo, desde que comenzara a satisfacer mi vena irónica cuando noté un cierto desagrado que me torció el gesto. Los pies, protegidos del fresco exterior por la suave felpa de las zapatillas, estaban, empero, fríos. Moví los dedos para activar la circulación, pero no fue suficiente. Una desagradable sensación de humedad me recorría la planta desde un extremo hasta el otro. Pensé que, quizá por descuido, se habían calado las zapatillas y traspasado la humedad hasta alcanzar el calcetín. Palpé la parte exterior del calzado y la hallé seca. Sin embargo, empujado por la extraña sensación de humedad, me quité la zapatilla y recorrí la planta del pie desde los dedos al talón. El resultado fue el mismo: el calcetín no presentó al tacto zona alguna que hubiera sido mojada. Temiendo que aquellos fueran los primeros síntomas de un enfriamiento, giré el sillón y lo desplacé hasta acercarlo a la chimenea, cuyas brasas avivé. De inmediato, el placentero calor de las llamas me devolvió la sensación de bienestar.

Tomando el periódico de nuevo, continué con la lectura. Pocos minutos después, sin embargo, aquella fastidiosa sensación volvió a amoscar mi ánimo. Sentía los pies calientes, incluso las piernas, y hasta las orejas ardían por el calor de las llamas que el fuego hacía llegar hasta mí, pero la sensación de humedad continuaba impregnando los pies, lo cual, justo es decirlo a fin de respetar la franqueza con la que deseo exponer mi caso, me excitó el ánimo, irritándome hasta el punto de hacerme olvidar la serenidad con que todo caballero británico debe conducirse. Arrojé el periódico sobre la alfombra con un furor inexcusable y permanecí quieto y atento a la húmeda sensación, por ver si percibía algún cambio en el estado de mis pies. Observé que una muelle sensación acompañaba a su húmeda condición, como si mis pies fueran elásticos y esponjosos, y aquello, naturalmente, me confundió aún más.

Con el transcurrir de la tarde, la idea neurótica de que algún extraño padecimiento me aquejaba se fue haciendo fuerte en mi cerebro, de modo que resolví acostarme pronto. Tomé una buena copa de coñac antes de meterme en la cama a fin de calentar tanto el cuerpo como el ánimo, que para entonces se había entibiado hasta rozar el desaliento. Me puse, además, el pijama de franela gruesa que reservo para ocasiones en que las frías temperaturas requieren para el cuerpo un amparo especial. Sin embargo, a pesar  de mis  lúcidas disposiciones, pasó el tiempo sin que fuera capaz de conciliar el sueño debido a esa insólita impresión húmeda que seguía impregnándome los pies.  Desesperado, y muy a mi pesar, pues sabía que con ello había de causar molestia, tiré de la campanilla y me hice llevar una botella de agua caliente, pese a lo cual no observé ningún cambio en el desagradable estado húmedo que continuaba afectándome a los pies.

Finalmente, debí de quedarme dormido y aunque he tenido un sueño agitado, tal y como queda demostrado por el desorden en que hallé esta mañana la ropa del lecho, he podido descansar. Lo suficiente, al menos, para percatarme, desde el preciso instante en que desperté, de que la enfermedad no había desaparecido, pues esa angustiosa sensación de humedad continuaba lastimándome. Dispuesto a ponerle remedio, he querido levantarme a fin de pedir ayuda médica, pero al ponerme en pie, he sufrido el vértigo repentino que experimenta el que, por un caminar descuidado, no se percata del hoyo que se encuentra ante sí y en el que, indefectiblemente, cae, sintiendo con ello el aturdimiento repentino que asusta durante los pocos segundos que transcurren hasta que el pie encuentra una nueva superficie donde apoyar. Terriblemente alarmado, me he recostado sobre el colchón mientras la mirada, rápida como una centella, se ha dirigido hacia abajo para descubrir con horror que mis pies han desaparecido y que tan sólo un charco de agua aparece sobre el suelo allí donde deberían haberse apoyado. La longitud de mis piernas ha disminuido también y, sentado en la cama, con ellas extendidas sobre el colchón, observo aterrorizado cómo continúan menguando mientras una mancha de agua, cada vez mayor, va empapando la sábana del lecho.

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